El Caracol y la Montaña Dorada

Puedes leer o escuchar la historia, aquí tienes el video…

Había una vez un caracol, pequeño y modesto, que vivía en un tranquilo jardín lleno de hojas frescas y rocío por las mañanas. Durante mucho tiempo, había sido feliz allí. No necesitaba moverse mucho, pues la vida en su pequeño rincón era cómoda. Pero un día, mientras descansaba sobre una hoja, escuchó una historia: había una Montaña Dorada, más allá del horizonte, que brillaba al sol con tal esplendor que quienes la alcanzaban eran transformados para siempre.

Al principio, el caracol desechó la idea. “¿Cómo podría yo, tan pequeño y lento, llegar a algo tan distante?”, pensaba. Sin embargo, a medida que los días pasaban, no podía dejar de imaginar cómo sería esa Montaña Dorada. El pensamiento comenzó a crecer dentro de él como una semilla que toma raíces profundas. Quería más, quería algo diferente, algo grande, pero no sabía cómo lograrlo.

Una mañana, decidió que ya no podía quedarse en su jardín. Miró hacia el horizonte, con su concha pesada sobre la espalda, y comenzó su lento viaje hacia la Montaña Dorada. Los primeros días fueron sencillos. Cada hoja que cruzaba le daba fuerzas, pero pronto el camino se volvió rocoso, y cada paso era más difícil que el anterior.

Pasaron las semanas, y el caracol empezó a dudar. A veces se detenía bajo la sombra de una roca, preguntándose si debería regresar al jardín donde todo era más fácil. “¿Vale la pena?”, se preguntaba. Durante una de esas paradas, un cuervo que volaba alto en el cielo se posó a su lado. “¿A dónde vas, pequeño?”, le preguntó con una sonrisa curiosa.

“Voy hacia la Montaña Dorada”, respondió el caracol con voz temblorosa.

El cuervo soltó una carcajada. “¡Eres un caracol! ¡Nunca llegarás! ¡Es demasiado lejos para alguien como tú!” Y con eso, el cuervo se lanzó de nuevo al cielo.

Las palabras del cuervo resonaron en su mente durante días. Pensó en regresar. Pero entonces, algo en su interior le recordó por qué había comenzado este viaje. El caracol se dio cuenta de que, aunque la Montaña aún parecía lejana, ya había avanzado mucho más de lo que pensaba. Había superado rocas, cruzado caminos que nunca imaginó, y seguía avanzando, aunque fuera lentamente. Así que, con renovado valor, decidió seguir adelante, sin importar lo que dijeran los demás.

El caracol, aunque agotado y con las palabras del cuervo resonando en su mente, decidió no rendirse. Siguió avanzando, a pesar del cansancio y del peso de su concha que parecía hacerse más grande con cada paso. Cada día avanzaba un poco más, y aunque sus avances parecían pequeños, estaba decidido a continuar.

Pasaron semanas, quizás meses. El caracol cruzó desiertos, escaló pequeñas colinas, y atravesó senderos que habrían parecido imposibles al inicio de su viaje. A veces, se encontraba con otros animales, que lo miraban con sorpresa y preguntaban: “¿Por qué sigues avanzando? ¿No te das cuenta de lo lejos que estás de la Montaña Dorada?”. Pero el caracol, esta vez, solo sonreía. Había aprendido a no escuchar las voces que lo desalentaban.

Finalmente, un día, el horizonte cambió. Allá, a lo lejos, vio un resplandor. Era tenue, pero suficiente para recordarle por qué había comenzado su travesía. Con nuevas energías, aunque su cuerpo estaba agotado, el caracol aceleró su paso. Cada vez que avanzaba, la Montaña Dorada brillaba más intensamente. Los días pasaron, y el caracol ya no sentía las piedras bajo su vientre ni el peso de su concha. Solo sentía la luz de la Montaña que se hacía más y más fuerte.

Finalmente, llegó a la base de la Montaña Dorada. Desde allí, todo era diferente. Las sombras del pasado se desvanecieron. El caracol se dio cuenta de que, aunque había sido difícil, todo el esfuerzo había valido la pena. La cima de la montaña parecía casi inalcanzable, pero la luz que emitía lo envolvía por completo, y en ese momento entendió algo: el verdadero triunfo no estaba solo en llegar, sino en cada paso que había dado, en cada obstáculo superado, en la decisión diaria de seguir adelante.

El caracol, con orgullo, ascendió hasta la cima de la Montaña Dorada. Desde allí, podía ver no solo el jardín donde había comenzado, sino mares, valles y montañas que antes ni siquiera sabía que existían. Lo había logrado. Contra todas las probabilidades, contra el cansancio, las dudas y las burlas, había llegado. Y lo que encontró en la cima no fue solo el oro que brillaba, sino una paz interior que nunca antes había sentido.

Y desde ese día, cada vez que un nuevo reto se le presentaba, el caracol ya no temía. Sabía que, aunque pequeño y lento, tenía la capacidad de llegar a donde quisiera.

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