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El Zorro y el Baúl de los Muertos
Había una vez un zorro astuto que vivía en un bosque frondoso, rodeado de colinas y ríos. Era conocido por ser rápido, inteligente, y siempre sabía cómo encontrar lo que buscaba. Pero un día, tras sufrir una traición de uno de sus amigos más cercanos, el zorro empezó a cambiar.
No quería aceptar que lo habían herido, que había sido engañado. Así que, en lugar de enfrentar ese dolor, el zorro decidió cargar con un viejo baúl que encontró en lo más profundo de una cueva oscura. A simple vista, el baúl parecía normal, desgastado por el tiempo, pero lo que nadie sabía era que dentro del baúl había algo muy extraño: contenía un muerto. Era un cadáver simbólico, un reflejo de todo lo que el zorro no podía dejar atrás. Dentro estaban los restos de su amistad rota, de viejas glorias pasadas y de sueños frustrados.
El zorro, sin darse cuenta del peso de ese baúl, lo llevaba a todas partes. A veces, lo dejaba junto a su cama, otras veces lo cargaba mientras caminaba por el bosque. El baúl no hacía ruido, pero cada vez que lo abría para echar un vistazo, un olor pútrido lo envolvía. A pesar de todo, el zorro seguía durmiendo con ese baúl, como si tuviera miedo de deshacerse de él.
Pasaron los días, y el zorro, una vez rápido y ágil, comenzó a moverse más lento. Sus patas se sentían pesadas, y aunque intentaba correr como antes, algo invisible lo retenía. Cada vez que intentaba avanzar, el baúl tiraba de él hacia atrás, recordándole constantemente lo que había perdido, lo que ya no tenía.
Un día, mientras el zorro caminaba por un sendero que antes recorría con facilidad, se encontró con un búho anciano que lo observaba desde lo alto de un árbol.
—¿Por qué cargas con ese baúl tan pesado? —preguntó el búho, con sus ojos brillantes clavados en el zorro.
—Porque… contiene todo lo que he perdido. Todo lo que fue importante para mí, y no puedo simplemente dejarlo atrás —respondió el zorro, bajando la cabeza.
El búho soltó una carcajada suave pero profunda, como si supiera algo que el zorro aún no había descubierto.
—Eso que cargas, no son recuerdos vivos, amigo. Son muertos. Cosas que ya no tienen lugar en tu vida. Estás cargando un cadáver que apesta, que contamina todo a tu alrededor, y aún así sigues aferrado a él. ¿No te das cuenta? Mientras sigas durmiendo con muertos, nunca podrás correr libremente otra vez.
El zorro se detuvo, sorprendido por las palabras del búho. Miró su baúl, y por primera vez, notó que no solo era pesado, sino que lo estaba ahogando. Le quitaba el aire, lo hacía más lento, y lo ataba a un pasado que ya no existía.
En ese instante, el zorro tomó una decisión. Con esfuerzo, arrastró el baúl hasta el borde de un precipicio. Y, con un último suspiro, lo dejó caer al abismo. Mientras el baúl caía, algo dentro del zorro cambió. Sintió como si un gran peso se liberara de su cuerpo, como si sus patas volvieran a ser ligeras.
Desde ese día, el zorro corrió más rápido que nunca. Ya no miraba atrás, ya no abría baúles llenos de muertos. Había dejado atrás todo lo que lo ataba, y por fin era libre de avanzar hacia nuevas colinas y horizontes, sin el peso del pasado.
Reflexión Final:
El zorro no se daba cuenta de que, al aferrarse a ese baúl, se estaba negando a sí mismo la posibilidad de vivir plenamente. Todos tenemos “muertos” con los que dormimos: viejas heridas, traiciones, recuerdos de glorias pasadas que ya no tienen lugar en el presente. Mientras sigamos aferrados a ellos, no podremos avanzar. Es hora de soltar el baúl, de dejar que los muertos descansen, y de correr libremente hacia lo que viene.
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