Mira el video a continuación o puedes leer la metáfora:
Ana era una mujer común, como cualquiera de nosotros. Tenía un trabajo en una oficina que no la apasionaba, una familia que la apoyaba a su manera, y un grupo de amigos que parecían tener todo bajo control en sus vidas.
A pesar de que nada en su vida estaba mal, Ana siempre se sentía fuera de lugar. Cada vez que veía a sus amigos alcanzar nuevos logros o a sus compañeros de trabajo siendo promovidos, una pequeña voz en su cabeza le decía: “No eres lo suficientemente buena. No te lo mereces.”
Un día, en una conversación casual con su mejor amiga, Laura, Ana confesó cómo se sentía. Laura, sorprendida, le dijo algo que la hizo pensar: “Todos tenemos una caja cerrada dentro de nosotros, Ana. Algunos tienen la llave, otros no se atreven a abrirla.” Ana no entendió el comentario, pero la frase le quedó rondando en la mente.
Ana caminaba hacia su casa después de ese largo día de trabajo. Estaba distraída, pensando en cómo había evitado nuevamente tomar la palabra en la reunión de hoy, por miedo a equivocarse, cuando algo llamó su atención.
Al pasar frente a un pequeño circo improvisado en un terreno baldío, vio algo que la detuvo. Un enorme elefante estaba atado a una simple silla de plástico, una silla tan frágil y liviana que Ana misma podría haber levantado con un dedo. Sin embargo, el elefante permanecía allí, inmóvil, como si esa pequeña silla realmente pudiera contener su gran fuerza. Ana se quedó observando, fascinada y extrañada a la vez.
Se acercó a uno de los cuidadores del circo y le preguntó: —Disculpa, ¿por qué el elefante no se mueve? Esa silla no podría detenerlo si quisiera.
El cuidador, sin levantar mucho la mirada, le contestó: —Ah, es que a este elefante lo atamos a una silla cuando era pequeño. En ese entonces, la silla era suficiente para mantenerlo quieto, y aunque ahora es grande y fuerte, él no lo sabe. Cree que esa pequeña silla todavía tiene el poder de detenerlo.
Ana sintió un nudo en el estómago. El elefante, inmensamente fuerte, estaba limitado solo por la creencia de que no podía liberarse. Esa imagen se quedó grabada en su mente mientras continuaba su camino hacia casa.
Esa misma tarde limpiando la casa de su abuela, Ana encontró una vieja caja de madera en el armario de su abuela, una caja que llevaba años sin abrir. Sin pensarlo mucho, decidió llevarla a su casa. Al sentarse en su sala, frente a la caja, comenzó a recordar algo que había intentado olvidar por mucho tiempo: de niña, sus padres y profesores solían decirle que era “demasiado tranquila”, que no se destacaba en nada especial, que no tenía suficiente ambición. Esas palabras habían comenzado a moldear la forma en que veía el mundo y, peor aún, a sí misma.
Ana tomó la caja entre sus manos y, casi sin darse cuenta, comenzó a proyectar todos esos pensamientos y creencias en ella. Era como si esa caja representara todas las inseguridades que había acumulado con los años: los comentarios de otros, sus propios miedos, y las veces que se dijo a sí misma que no era lo suficientemente buena.
Con la caja frente a ella, se dio cuenta de algo. Esa caja estaba cerrada, pero lo había estado siempre por elección. Nadie le había impedido abrirla, nadie la había sellado con candados invisibles; era solo Ana quien había decidido dejarla así, sin explorar su contenido. De repente, se sintió confundida… ¿y si no había nada en esa caja? ¿Y si había estado toda su vida temiendo algo inexistente?
Con una mezcla de nervios y curiosidad, decidió abrirla. Para su sorpresa, la caja estaba vacía. No había secretos ocultos, no había objetos misteriosos; solo el espacio en blanco, un vacío que la hizo entender que todo aquello que temía y que la limitaba no era más que una creación de su mente. La “caja cerrada” era una metáfora perfecta de todas las barreras que ella misma se había puesto.
Al principio se sintió algo desorientada. Había esperado encontrar algo que explicara sus miedos, pero en lugar de eso, encontró la nada. Y esa nada le trajo una paz que no había sentido en mucho tiempo. Era su oportunidad de empezar desde cero, de llenar esa caja, no con las voces del pasado, sino con las suyas propias. Con afirmaciones positivas, con confianza, con la seguridad de que sí podía, de que sí merecía.
Ana cerró la caja nuevamente, pero esta vez, algo parecía haber cambiado. Al mirarla de nuevo, notó que había una pequeña inscripción en la parte inferior, algo que no había visto antes. Decía: “El miedo es un león en la distancia, pero un gato cuando lo enfrentas.” Rió nerviosamente al leerlo. “¿Pero qué significa eso?”, pensó. Por un momento, no entendía si la caja le estaba jugando una broma o si ese mensaje era otro desafío más. Sin embargo, la confusión la hizo reflexionar aún más profundamente sobre cómo las percepciones engañan, y cómo, al final, solo necesitaba cambiar su forma de ver las cosas.
Desde ese día, cada vez que Ana dudaba de sí misma, volvía a mirar la caja. No la abría, porque sabía que no necesitaba hacerlo, porque ya entendía lo que representaba. La confianza, al igual que esa caja, no se obtiene de factores externos, sino de aceptar que no hay límites reales, solo los que uno mismo coloca.
Ana comenzó a tomar más riesgos, a hacer aquello que siempre había evitado por miedo al fracaso. Sabía que no era perfecta y que el camino no sería fácil, pero también sabía algo más importante: ya no era la misma persona que temía abrir la caja.
Unos días después, Ana volvió a la oficina para la reunión semanal del equipo. Esta vez, las palabras del cuidador del circo seguían dándole vueltas en la cabeza. “El elefante podría liberarse, pero no sabe que puede.”
Mientras los demás debatían sobre un nuevo proyecto importante para la empresa, Ana sintió cómo esa vieja sensación de duda volvía a invadirla. Las ideas estaban en su mente, pero el miedo de compartirlas, de ser juzgada o ignorada, seguía presente. Sin embargo, algo había cambiado. Recordó al elefante y a la pequeña silla que lo ataba, y se dio cuenta de que ese miedo era su propia silla de plástico.
Respiró hondo, y antes de darse cuenta, había levantado la mano.
—Tengo una idea —dijo, con una voz más firme de lo que esperaba.
Sus compañeros giraron sus cabezas hacia ella, sorprendidos. Ana comenzó a explicar su punto de vista sobre el proyecto, detallando una estrategia que nadie más había considerado. Mientras hablaba, notó cómo todos la escuchaban con atención. Al terminar, hubo un breve silencio… y luego una serie de asentimientos.
—Esa es una excelente idea, Ana —dijo su jefe—. De hecho, creo que tú deberías liderar este proyecto.
Ana sintió una mezcla de emoción y miedo, pero esta vez no dejó que la silla de plástico imaginaria la detuviera. ¡Aceptó el reto!
Los días se convirtieron en semanas, y con esfuerzo y dedicación, el proyecto fue un éxito rotundo. Gracias a su liderazgo y visión, la empresa experimentó un crecimiento significativo, y su trabajo no pasó desapercibido. Unos meses después, Ana fue promovida a gerente de su área. Había alcanzado una meta que, tiempo atrás, le parecía imposible, todo por atreverse a romper las cadenas invisibles que la habían atado durante tanto tiempo.
Mientras firmaba su contrato como gerente, sonrió al recordar al elefante del circo. Ya no había ninguna silla que la retuviera.
¿Qué decides hacer con tu caja cerrada y tu silla vacía?
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